¡QUÉ COSTUMBRE TAN SALVAJE esta de enterrar a los
muertos! ¡de matarlos, de aniquilarlos, de borrarlos de la
faz de la tierra! Es tratarlos alevosamente, es negarles
la posibilidad de revivir.
Yo siempre estoy esperando que los muertos se levan-
ten, que rompan el ataúd y digan alegremente ¿por qué
lloras?
Por eso me sobrecoje el entierro. Aseguran las tapas de
la caja, la introducen, le ponen lajas encima, y luego
tierra, tras, tras, tras, paletada tras paletada, terrones,
polvo, piedras, apisonando, amacizando, ahí te quedas,
de aquí ya no sales.
Me dan risa, luego, las coronas, las flores, el llanto, los
besos derramados. Es una burla: ¿para qué lo enterra-
ron? ¿por qué no lo dejaron fuera hasta secarse, hasta
que nos hablaran sus huesos de su muerte? ¿O por qué
no quemarlo, o darlo a los animales, o tirarlo a un río?
Habría que tener una casa de reposo para los muertos,
ventilada, limpia, con música y con agua corriente. Lo
menos dos o tres, cada día, se levantarían a vivir.
Jaime Sabines.
op. cit. pp. 188-189
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